domingo, 27 de enero de 2008



Confesiones I

Dios y yo


Los domingos llenan de parsimonia y aburrimiento al mundo. Durante toda mi vida he deseado desaparecer cuando acaba el sábado y reaparecer el lunes, flotar en algún limbo de inconciencia que me hurte de ese hecho inevitable y odiado: la llegada del domingo.

Aquél día era, sin embargo, Domingo, y es un dato que recuerdo perfectamente porque aún me sorprende que una revelación tan plena, una sensación tan compleja, haya podido nacer en un día tan estéril. Aquél domingo había algo diferente dentro de mí, un sentimiento que se asemejaba al aburrimiento pero lo sobrepasaba; era algo parecido a la resignación y, por alguna razón que no recuerdo, estaba en misa.

Era aquélla en la que estaba, una iglesia de barrio; su decoración a la vez humilde y pretensiosa, su sacerdote tenía un gesto decididamente antipático que no facilitaba la indulgencia con su culto. A mí alrededor la gente cantaba, abrían sus manos al cielo y cerraban los ojos como si en cualquier momento esperaran ser tomadas por los ángeles y llevadas a flotar sobre las nubes. Yo me sumergía poco a poco en la contemplación del ritual; me maravillaba el fenómeno de la devoción, la fe en un salvador y, lo acepto, me sentía un poco decepcionado de mí.

En aquélla Iglesia, mientras miraba a los devotos seguidores de Jesús, hubiese deseado sentir algún tipo de emoción, como la tensión expectante de cuando era niño y, asustado, creía que el Cristo en cualquier momento iba a bajar de la cruz para caminar con su cuerpo sangrante y su corona de espinas hacia mí; hubiese querido decir, como Sor Juana Inés de la Cruz, “Tú me mueves Señor…” y sentir su bella declaración apasionada “Muéveme el verte clavado en esa cruz encarnecido, muéveme tus afrentas y tu muerte. Muéveme en fin tu amor de tal manera que aunque no hubiese cielo yo te amara y aunque no hubiese infierno te temiera”.

Pero en el fondo yo sabía que jamás podría experimentar hacia aquél Dios toda esa pasión, todo el erotismo intenso de una religiosa enclaustrada del siglo XVII. Un poco melancólico pensaba que me bastaba con sentir lo que siente un ser humano que cree en algo. Absorto en mis pensamientos como estaba, no me di cuenta del sacerdote que recorría las filas de la Iglesia lanzando agua bendita a todos los que se acercaba, así que mientras yo extendía más y más las simples ideas nacidas de ver una plegaria colectiva, el contacto de mi cuerpo con el agua, fría y cortante, conmovió toda la piel de mi cara, me hizo girar rápidamente hacia el sacerdote que me la había lanzado y al mismo tiempo, por primera vez, me hizo ser conciente de Dios. Fue aquél el despertar de un sueño.

El agua, el fastidio que me produjo la violencia con que me arrancaba de mis propios pensamientos, me permitió “ver” y ya no vi en el ritual más que carencia de fondo, más que fórmulas insustanciales: el ridículo vestido del sacerdote, el desesperante aroma del incienso en alguna parte de la iglesia, aquélla campana que sonaba y que me hacía recordar avergonzado en cómo habíamos los buenos hombres de occidente, robado tantos símbolos paganos orientales…un caos de ideas que yo asimilaba sin explicación ni justificación, sin cuestionarlas y haciéndolas mías de manera definitiva.

Cuando volví a ser conciente de mí tras aquélla especie de crisis mística, el Sacerdote explicaba alguno de los versículos que acababa de leer. Hablaba del contexto histórico en el que había que ubicarlos, del carácter simbólico de las palabras bíblicas, de una serie de interpretaciones en las que me costaba trabajo creer. En la mente de ese hombre las más ordinarias anécdotas resultaban un mensaje de amor, del amor de Dios; por eso yo no escuchaba ya con atención lo que decía, porque no me bastaban sus explicaciones para comprender que la historia de un pueblo fuese el idioma escogido por Dios para hablar a la humanidad. Y aún hoy no admito interpretaciones ni lenguajes simbólicos; me bastan las palabras claras y sencillas que puedo leer, palabras de historia, las palabras de los hombres que iban a la guerra a matar fariseos.

Entre tanto, llegue a tener certeza de algo en lo que no había pensado antes: Dios existe; pero ¿y si no estaba en la Biblia? Sentí vértigo, yo era solo un hombre, no podía enfrentarme en un minuto del tiempo infinito a la historia sin fin de la creación. No podía ni podría aunque dedicara todos los segundos de mi vida a ello llegar a una conclusión, pero en aquél momento se inició un proceso que desde entonces no se ha detenido y que me ha concedido otra revelación: El Dios es uno y hay dioses que lo secundan, que hablan por él. Hay que escuchar, descifrar, no hablar porque el Dios no recibe, es una fuerza que genera pero no absorbe.
Los hombres lo buscan en los templos y en los ritos; pero son muchos los ingenuos, los demasiado torpes para sentir esa sinfonía perpetua que es la voz de los dioses alrededor de todo; “Aunque hayan derribado sus estatuas – escribió Kavafis- y estén proscritos de sus templos, los Dioses viven siempre…”.

Pero aquél domingo muerto, en una triste Iglesia de barrio, la gente volvía a cantar y creía que Dios los oía. Yo quiero saber a dónde se iban todas esas palabras, tantas palabras lanzadas al aire, cargadas de culpa y de miedo y de pecado. Y porqué entonces el mundo siguió siendo igual cuando todos salieron y volvieron a ser completamente humanos.

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