domingo, 2 de diciembre de 2007

EL PLACER DE SER KITSCH


La palabra KITSCH llegó a mi vida por primera vez hace cerca de diez años y desde entonces lo más memorable, lo que no he podido olvidar, es que su aparición se produjo como si fuese una revelación que el Universo me hacía.

Recuerdo que la encontré una noche ahí tendida, escondida entre otras miles de palabras, aguardando dulcemente que yo la leyera mientras se cobijaba entre las páginas de “La insoportable levedad del ser”, de Milan Kundera. Cuando le leí corrí a buscar en el diccionario su significado exacto y luego lo poco que entendí lo asocié con el párrafo en el que la había visto; sin estar por completo seguro de qué era, entendí por kitsch algo así como el arte de ser a la vez extravagante, ordinario y llamativo.

La poca claridad del término no fue algo que me molestara; su impresión sobre mí fue tan fuerte que recuerdo al libro de Kundera principalmente por haberme revelado esa palabra; su impresión sobre mí fue tan grande que me sentí un ser humano mejor por haberla descubierto.

Desde aquél instante, la palabra kitsch esporádicamente ha desaparecido de mi memoria para aparecer fugazmente y ser olvidada otra vez; ayer hizo su última aparición. Fue en un artículo que analizaba el papel fundamental de la clase media (como colchón entre la clase alta y la baja) para definición de lo kitsch. No leí el artículo pero vino a mi recuerdo la extraña fascinación que esa palabra ejerce sobre mí con todo su poder de encantamiento y ya no pude dejar de pensar en ella.

Aquélla misma tarde encontré en un periódico de varios días atrás una nota que me llenó de morbosa diversión. Era una carta dirigida a una Gurú local del protocolo y los buenos modales, por una mujer que se describía como extranjera y mencionaba sus impresiones acerca de un quinceañero al que había asistido apenas recién llegada al país.

En su carta describía breve pero puntualmente “el columpio” en el que “la niña se sentó a la media noche” para que el Papá le cambiara los zapatos que llevaba y le pusiera unas sandalias de mujer mayor, de “señorita” que llaman. Habló sin ahorrar detalles de la corte de honor que le habían hecho a la quinceañera varios de sus amigos, de cómo cada uno de los hombres presentes le entregaba una rosa cuando salía a bailar con ella y me hizo desear haber estado ahí para ver las lágrimas en los rostros de los padres al ver aquél conmovedor espectáculo porque lágrimas, de eso estoy seguro, hubo. El momento culminante de la noche ocurrió cuando se hizo el anuncio de que “la quinceañera pasaría a continuación por cada una de las mesas para recoger los sobres con el dinero” que le regalaban los invitados.

La remitente se preguntaba si era de buen gusto recoger sobres llenos de dinero en una fiesta; la gurú censuró moderadamente aquél espectáculo, yo me moría de ganas por haberlo presenciado y de todo lo que había leído tenía claro que el acto más honesto de la noche fue la recolección de sobres. Sí. Tan kitsch es la niña que hizo semejante fiesta como la mujer que pierde su tiempo escribiendo a un periódico para contarlo y la especialista en etiqueta que le enseña cuál es el orden correcto de las cosas.

Kitsch el columpio, el vals y la rosa, el vestido “verde aguamarina” para el matrimonio a mediodía, la experta en buen gusto que pierde su tiempo en los demás y los demás con ella, kitsch el protocolo y la etiqueta cuando ya se ha visto que en cuestiones sociales rige la anarquía y al final se impone el payaso que uno menos espera. Y de todo lo que he leído lo único que no es kitsch es el crudo invento de recoger sobres llenos de dinero; ahí solo hay astucia indígena, lo que hace al homo sappiens el rey de la creación: pacticidad, en el mundo moderno, ambición. Hay que ser justos con la quinceañera, con la pareja que se casa, con cualquiera que esté en esa situación: ellos hacen el circo, hay que retribuir por la diversión; hasta yo mismo pagaría por ver una corte de honor.

Qué es ser KITSCH

Simplemente no lo sé. La situación anterior parecía encajar perfectamente en la idea que tenía de Kitsch, y sin embargo, descubrí enseguida que es éste un concepto que no se agota en una sola definición.

Lo kitsch, como el espíritu universal de Hegel, como el motor inmóvil de Aristóteles y el Demiurgo de Platón, es una idea que no se acaba de perfeccionar, no le basta una definición. Lo kitsch solo puede ser experimentado, jamás transmitido. Su significado no equivale a ser “lobo”, ni “cursi” ni “ridiculo”; es todo un proceso dialéctico que se construye una y otra vez.

Confieso que leí esa apartada columna del periódico por ese placer íntimo e indescriptible de reírme de aquéllos seres que sufren porque no saben si usar “una cartera tipo sobre” o un “vestido en tonos claros” y por aquél otro ser que los ilumina desde su altar inalcanzable de buen gusto. No es que mi burla me hiciera ignorar que carezco del toque requerido para hablar de protocolo y no tengo la rebeldía necesaria para desafiarlo, pero todo acto en que los hombres tratan de seguir un ceremonial me causa diversión.

Es lo mismo que me ocurre cuando escucho a alguien decir que el vino rojo se sirve con las carnes rojas y el vino blanco con pescado; me provoca levantarme y decir “Señoras y Señores…Hace varios años la doctrina del protocolo y la etiqueta determinó que el vino blanco y el vino rojo se sirven indistintamente con cualquier tipo de carne a elección del consumidor”. Y dado que la tendencia en elegancia parece ser sentirse cómodo con los propios gustos, Yo por mi parte, desde hace varios años me he venido anticipando al protocolo y acompaño con coca cola todas mis comidas sin importar que tan sofisticado sea el plato que voy a comer; díganme si eso no es tener buen gusto.

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