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domingo, 3 de mayo de 2015

Comer, Rezar, Amar…



“He participado activamente en la creación de cada momento de ésta vida” 

La vida es frágil; cualquier ejercicio de voluntad puede destruirla. Su vulnerabilidad sobrepasa el acto físico de vivir: Cualquier plan, cualquier deseo, construido como si así fuese decidido para siempre, está cimentado en premisas imperceptibles y volubles cuya explicación escapa al entendimiento del hombre; La vida se desarrolla impulsada por fuerzas inestables por naturaleza, impermanentes como todo el Universo. No puede haber calma en el Statu Quo. La disonancia entre el orden estable y metódico que un hombre aspire a darle a su vida y aquél aparente caos que rige y es la esencia de todo lo que existe constituye la base del conflicto de la psique humana.



“Comer, Rezar, Amar” (2010) es una película basada en el libro del mismo nombre (2006) que recrea de manera novelada las memorias de una persona al adquirir conciencia de ese conflicto. La historia describe la reacción de una mujer, Casada y de 35 años, cuando llega a un punto de quiebre sin aparente causa, frente a todas las circunstancias que conforman su agraciada existencia. La trama está llena de palabras casuales y frases sueltas que aparecen a lo largo de la película como una extensa oración. El momento, sin embargo, de mayor vértigo se puede sentir al inicio de la historia cuando en la mente del personaje se van alineando todos los elementos de un plan sin estrategias ni expectativas que se asemeja más a un escape desordenado de algo.



“Tomé Una Decisión” 

 La libertad da vértigo; Jean Paul Sartre profundizó en esa idea en múltiples ensayos y en particular en aquél llamado “El Existencialismo es un Humanismo”; la conclusión de su razonamiento se dio cuando sentenció que el Hombre está condenado a ser libre. Y ese es al mismo tiempo el problema y la solución al conflicto inicialmente planteado dentro de la mente humana: la voluntad como liberadora del hombre; es curioso que en esa idea coincidan pensamientos tan diferentes como el Marxismo (Voluntad y autoconciencia), Nietszche y el Budismo. 

Desde el principio de la película la voluntad se revela como único medio para romper un ciclo, un hábito, si se quiere. A lo largo de la historia de la filosofía y del arte ésta verdad se presenta de manera tan abrumadora que es precisamente la facilidad con la que puede ejercerse, lo que aterra. “Estoy solo – escribiría Sartre en La Náusea – solo y libre; pero esta libertad se parece un poco a la muerte”. Después de un instante determinado, tomada la decisión, no hay vuelta atrás. 

“Saben de entretenimiento, pero no saben de placer” 

La técnica de meditación Vipassana tiene como objetivo aprender a observar; a diferencia de lo que muchas personas practican, no busca un estado de relajación ni pensar en los problemas propios bajo el aura del silencio; simplemente observar lo que pasa, sin juicios ni análisis. Ver. 

Lo curioso es que cuando la mente finalmente renuncia su estado de permanente agitación, el mundo se aparece como algo inexplorado y nuevo; un mundo hecho de detalles que jamás han sido observados y que constituyen la esencia del placer de existir: La atención consciente es un atributo poco practicado de la mente. 

En algún punto de la historia se dice que los Italianos disfrutan del placer de no hacer nada, asocio esta idea con lo planteado por la meditación Vipassana; no hacer nada significa en últimas, sentir, dejarse llevar, un trabajo difícil porque plantea precisamente un desafío a la mente y obligarla a callar para deleitarse con sensaciones externas sin emitir análisis u opiniones. Implica el mayor esfuerzo de todos: hacer nada. 

En busca de una palabra” 



Ya había yo jugado en el pasado a definir ciudades usando una sola palabra; Paris is Sexy, Rome is Hot; Londres sofisticada, New York Universal, Dubai una fantasía…por supuesto, la percepción depende de la experiencia en cada sitio, pero ante tantas variables y condicionantes para catalogar lugares, me quedo con lo único determinable para mí, es decir, lo que he experimentado. 

Lo curioso de la historia es que atribuyan esta posibilidad de catalogar con palabras también a las personas. Considero difícil definir a un ser humano, aún con una frase o un ensayo, lo complejo de su psique escapa cualquier descripción, y mucho más el ser encerrado en una palabra. 

No siento que yo sea el mismo cada día, y partiendo de mi experiencia creo que ocurre lo mismo a los demás; pero eso está bien. “No dude jamás en contradecirse. – escribió Michel Houellebecq - Bifurque, cambie de dirección tantas veces como sea necesario. No se esfuerce demasiado en tener una personalidad coherente: esa personalidad existe, le guste o no” 

Usar una palabra para abarcar a una persona es caer en una sensibilidad ingenua, primitiva. Además, hay que tener cuidado con las palabras. A veces sirven para mentir, para engañar, y en ese sentido, para definir a alguien en términos de lo que quiere o debería ser, no de lo que es. 

“La ruina es un regalo; la ruina es un camino a la transformación” 

Después del vértigo y las lágrimas, el final, feliz, sigue las reglas de las historias que todos quieren ver y leer. El personaje comió, meditó y justo al final de la historia, amó. 

Me queda la curiosidad de saber cómo evoluciona su vida después del fin que fue presentado; alguna vez volvió a discutir con su nuevo amor?, escapó otra vez o se resignó? Perdió la inspiración en algún momento en medio de los hábitos cotidianos?. Tengo razones para sentirme inquieto; después de todo, Orson Welles fue claro cuando dijo que un final feliz solo depende del punto en que se deje de narrar la historia.

miércoles, 27 de febrero de 2008

El Hombre que estaba de Más


Faltaban solo dos años para que terminara la década del 60; Francia experimentaba los efectos de una agitación intelectual impetuosa cuya principal característica era cuestionar todo lo que para la sociedad burguesa era incuestionable; “prohibido prohibir”, la frase que apareció en las calles de París, resumió la causa de todo el movimiento estudiantil y quedó en el recuerdo para que la historia evocara con ella aquél año, 1968, y aquél mes, Mayo.

Detrás de toda esa ebullición social, detrás de los gritos y las protestas de la Sorbonne, las autoridades francesas adivinaban la influencia de un hombre a quien Truman Capote describió una vez como un “pálido y estrábico fumador”.

Escritor de obras que representaban ideas densas, especie de Filósofo maldito y Premio Nóbel célebre por rechazar tanto el premio como la celebridad, a Jean Paul Sartre le correspondió interpretar una vida pública que osciló siempre entre la polémica y la idolatría. Pero en privado, fue el hombre que alguna vez descubrió que la existencia le producía angustia, y se sumergió en aquél sentimiento para saber hasta dónde llegaba.

La historia de aquél Mayo del 68 relata que en pleno consejo de gobierno uno de los generales presentes sugirió encarcelar a Sartre, para quitarle energía a las protestas de los estudiantes; la anécdota también dice que De Gaulle, al escuchar aquélla sugerencia, abrió los ojos y gritó “¿está usted loco? No se puede encarcelar a Voltaire”. Al leer aquélla historia y aquélla frase del General De Gaulle se inició, hace mucho tiempo, mi interés por Sartre.

“A puerta cerrada” fue la primera obra que leí de él; tal como me seguiría ocurriendo en adelante con todos sus libros, la verdadera comprensión de los temas envueltos en aquélla obra de teatro se aclararían solo con el paso del tiempo y la magnífica e increíble conexión espiritual con ella se daría solo al leerla por tercera vez. Todavía experimento un éxtasis casi místico cuando recuerdo a uno de los tres improbables personajes decir, como si hubiese sido una repentina revelación “Entonces, es eso… El Infierno son los otros”. Y luego descubrir que su castigo era estar los tres, insoportables para sí mismos, juntos para toda la eternidad en aquél elegante salón francés.

“La Nausea” en un principio me pareció un libro extraño y por momentos monótono; fue la primera impresión que tuve, pero mi impresión sobre Sartre se seguía alterando en el tiempo. Eso aumentó mi admiración hacia él, y despertó un sentimiento que no sé cómo llamar incluso hoy; era una sensación de empatía, pero también de solidaridad, como si me sintiera victima de los procesos de la existencia que Sartre describía, como si un día al despertarme también yo me hubiese preguntado “¿y para qué moverme?” pero no en el modo ridículo y vulgar del que puede hablar un libro de autoayuda, sino en el modo trascendente del que se pregunta cuál es el sentido de la existencia, en tanto que existencia no en tanto que vida, y entiende al mismo tiempo que no hay otra opción diferente a existir.

Leí entonces un pequeño ensayo titulado “El existencialismo es un humanismo” y eso bastó para confirmar mi lealtad hacia Sartre, afianzar mi vínculo a su angustia profunda; en él, el Filósofo pretendía básicamente desligar su pensamiento de quienes lo unían al pesimismo y las ideas oscuras. Sartre defiende sus tesis repitiendo una y otra vez que el punto que él toca no es fácil de ser entendido.

En un párrafo de la Nausea, el autodidacta le dice a Antoine Roquentin, “He leído hace algunos años un libro de un autor americano, se llamaba ¿Vale la pena vivir la vida, ¿no es ésa la cuestión que usted plantea?.” Y el interrogado se contesta a si mismo “Evidentemente no, no es la cuestión que yo planteo, pero no quiero explicar nada.”


Por eso me gusta tanto “la Nausea”, porque es un manual de filosofía existencialista, pero también es una autobiografía velada que me acerca a la vida de su autor; porque en la dura y compleja personalidad de Anny está Simone de Beauvoir y todos los problemas de su particular relación con Sartre, porque al autodidacta lo mueve el espíritu de la ingenuidad humana, el alma de rebaño, y porque Antoine Roquentin, el narrador que describe todo en primera persona, que se concentra en sus intensos e íntimos procesos sicológicos representa, ¿será preciso decirlo?, al propio Sartre lleno de dudas profundas, oscilante entre la desesperación y la apatía.

Era ese Antoine Roquentin el que cuando estaba a punto de suicidarse descubrió la inutilidad de su acción porque nada podía hurtarlo de la existencia y supo entonces que el verdadero sentido de las cosas y los seres era estar de más: “De más el castaño allá frente a mí, un poco a la izquierda, de más la véleda. Y yo, flojo, lánguido, obsceno, dirigiendo, removiendo melancólicos pensamientos, también yo estaba de más (…) de más mi cadáver, mi sangre en esos guijarros, entre esas plantas, en el fondo de ese jardín sonriente. Y la carne carcomida hubiera estado de más en la tierra que la recibiese (…) yo estaba de más para toda la eternidad”.

Hoy supe que el nombre original que Sartre le puso a su libro era “Melancolía”, pero la editorial Gallimard lo cambió para el lanzamiento comercial. Quizá fue ese el dato que me hizo sentir aún más cercano a él. “Melancolía”…solo eso, ahora lo entiendo bien, quizá fue lo que sintió mientras escribía el libro; quizá escribía para deshacerse de ella mientras escuchaba esa canción que obsesionaba a Antoine Roquentin… “Hay que ser como yo, hay que padecer con ritmo”. Yo voy a creer que en una de las páginas de aquél libro, en vez de “nausea”, Sartre escribió “La melancolía no me ha abandonado (…) pero ya no la soporto, ya no es una enfermedad ni un acceso pasajero: soy Yo”