"Every morning upon awakening, I experience a supreme pleasure: that of being Salvador Dalí."
Se dice con frecuencia de los grandes artistas fallecidos que si estuvieran vivos se morirían de nuevo al ver lo que han hecho con sus obras. Con Dalí no parece posible utilizar esa ironía; Si Dalí estuviera vivo, aplaudiría emocionado lo que la Fundación que lleva su nombre ha hecho en su museo, y si muriera sería de la risa al ver los souvenirs que ruedan por el mundo portando sus imágenes y las filas de turistas con cámara en mano que dicen seriamente “Es mi pintor favorito”; porque a diferencia de lo que ocurriría con un Van Gogh, el circo humano y mediático alrededor de la obra de Dalí no contrasta en nada con la extravagante y poderosa personalidad del pintor; aquél ser extraño (¿lo somos todos?) y con el ego de un autista, por naturaleza necesitaba de atención, como si cada célula de su piel la exigiera. Ello lo hacía aún más genial para la leyenda, aunque muy fácil de odiar para sus contemporáneos. “Uno debe tener en mente al mismo tiempo – escribió el periodista Inglés George Orwell en 1944- que Dalí es un buen dibujante y un desagradable ser humano”
Figueres es un pequeño pueblo catalán cuyo principal recurso natural es haber sido la cuna, casa y sepulcro de Salvador Dalí; la principal joya de la población, el Museo Dalí, o como él quizá habría exigido que lo llamaran, el Museo Gala-Dalí, justifica trasladarse allí desde Barcelona y por ello es razón de peregrinación de miles de turistas cada año.
La visita no defrauda: dentro del museo se siente todo el peso de la personalidad de aquél hombre. Hay en el mundo exposiciones de arte bastante etéreas, sugieren temas, insinúan algo, pero en el caso de éste pintor nadie esperaría moderación, y, en efecto, no la hay. Desde los dibujos básicos en carboncillo de delgadas líneas que adornan los pasillos, hasta los delirantes cuadros por los cuales es popular, en cada obra está latente el sentido de irrealidad y locura que inspira el surrealismo.
Caminar por los pasillos de ese sitio es, entonces, caminar un poco dentro de la cabeza de Dalí; soy yo el que la recorre en esta ocasión; de todo lo que veo nada me conmueve más que la imagen repetida de su esposa, obedecida y quizá temida, amada con el amor descomunal de un artista propenso a todos los excesos, divinizada de tal forma que siento que su nombre no debería ser pronunciado, pero hay que hacerlo. Gala fue objeto de una idolatría insondable por parte de Dalí; los siquiatras analizan su relación con base en las teorías freudianas y la clasifican como una de esas historias curiosas en las que es posible indagar en el orígen de las conductas humanas y hallarlo todo, deseos incestuosos, neurosis, esquizofrenia, teoría del YO del SUPER YO y mil cosas más.
Sin embargo, el ver el esfuerzo sin límite de aquél pintor por reproducir en su arte la presencia de Gala, hacerla su musa para involucrarla de una vez por todas dentro de su vida, que era lo mismo que su obra, hace que me pare frente a una pintura de ella y me pregunte cuántas mujeres entonces y ahora quisieran y quisieron ser las musas de algún amor esquivo; que sus rostros se grabaran para siempre en la mente de un hombre y que todo lo que él viera fuese la proyección de éste, como Dalí viendo la silueta de Gala, de espaldas y desnuda, en el rostro de Abraham Lincoln, Gala en la fotografía que corona una figura de bronce, Gala hecha con los círculos que reflejan el orden del Universo y Gala en decenas de pinturas cuyos títulos hablan solos: “Gala desnuda mirando al mar”, “Galatea de las esferas”, “Galarina”, “Dalí de espaldas pintando a Gala…”, “Dalí levantando la piel del mar mediterráneo para enseñar a Gala el nacimiento de Venus”. Al final, Dalí le dio a Gala lo que muchos en el umbral del inconsciente anhelan de quien aman: total y absoluta devoción.
El amor y la devoción, sin embargo, no son temas muy interesantes de analizar cuando se está en un museo tan concurrido. Hay que moverse. Entro a una habitación llena de gente; veo el famoso sofá con forma de labios, y sobre él, desapercibida y pegada al techo, una tina de baño; detrás del sofá la chimenea en forma de nariz y a los lados de ésta dos cuadros con ojos dibujados en ellos; es la instalación que forma en su conjunto el rostro de Mae West. Sin duda es la estrella permanente de la exposición, por esos colores que invitan a jugar con ella, porque al público que la visita se debe sentir como en un salón de un parque de diversiones, lo suficientemente ordinaria para entretener al circo de profanos que vamos a verla, y sin embargo llena de simbología para los expertos en arte. Después de verla, después de haber visto todos los cuadros de Gala, tengo la sensación de que ya no hay más nada que ver en el museo.
Pero antes de partir, en el salón de al lado, Una pintura del Rey Juan Carlos llamada “Cabeza de Europa” me causa curiosidad. Si yo fuera Rey, me daría miedo aparecer en un cuadro de Dalí, porque toda su obra es sinónimo de transgresión, de irracionalidad en el plano consciente, y dado que un Monarca representa todos los valores conservadores sobre las cuales fue hecha la sociedad, es imposible dejar de pensar que su inclusión en una obra semejante es para burlarse de él. Pero no es así.
Dalí no era Van Gogh, en efecto, tampoco era Picasso. Olvidaba que no había venido al mundo en medio de una familia con dificultades económicas y tenía un origen más bien aristocrático al que le era fiel; adulador sin disimulo del régimen de Franco (llegó a retratar a la nieta del Dictador) era también leal a la causa de la Monarquía. Por lo general el arte es una declaración de guerra contra todos las convenciones sociales, pero no en éste aspecto, no para Dalí, ni para el Rey que se había declarado un rendido admirador del pintor, a quien visitó en el hospital mientras agonizaba y concedió el título de Marqués de Pujol. Es quizá este dato burgués, mundano y político el único que altera un poco mi imagen de Dalí; pero al final del día, a un artista se le juzga por su obra, así que he preferido ignorar todo lo que se refiera al hombre político.
Salgo del museo. Frente a mí está la Iglesia de Sant Pere; aquí fue su bautizo, su primera comunión y su funeral. Dalí caminó aquí, solo que en lugar de éste camino de piedras sobre el que ahora transito, él debió ver un sendero infinito de cubos de arena que se escapan de la tierra hacia el aire para formar el rostro de Gala. No lo sé. Sé con certeza que lo que vió fue más intenso, más emocionante que lo que yo miro.
Me voy. Tomo el tren de regreso; como ocurre siempre que viajo por tierra, no puedo evitar aburrirme en el trayecto. Miro absorto el paisaje y entonces se me ocurre de repente que aquél momento pudo haber sido como un sueño en la mente de Dalí, como una alegoría de la vida; soy yo, sentado en sentido contrario al de la marcha del tren, mirando lo que pasa alejarse, pensando en ello sin dejar de avanzar, de espaldas, sin que mi voluntad participe, dejándome llevar.