“Queridos hermanos de América latina…” decía Juan Pablo II con una voz suave y vibrante cuando estaba en México, en Brasil o en su balcón del Vaticano. Solo los nativos de centro y Sudamérica se llaman a si mismos nicaragüenses, argentinos o colombianos; para algunos españoles todos están dentro del mismo grupo general de los “sudacas”; para el resto del mundo, “americano” es simplemente el gentilicio de los estadounidenses y los demás seres del continente pertenecen a una categoría, todo un género: el de latinoamericano.
Es fácil reconocer que los países de esta región del mundo comparten una identidad social y cultural que los hace parecer una sola, extensa, nación. Y el aspecto político es inexplicablemente uniforme también: en América latina las corrientes políticas se desplazan a la velocidad de la luz y se extienden por todos los rincones como si fueran un virus contagioso. Por eso no se equivocaban los que temían que un gobierno socialista en Venezuela activara la fiebre de la izquierda en los demás países; así había sido cuando la moda de las dictaduras de derecha recorrió de extremo a extremo éste pequeño universo; así fue cuando la revolución cubana alentó la proliferación de guerrillas en todos los países y cuando la insatisfacción criolla originó, casi al mismo tiempo, las guerras de independencia hace unos doscientos años.
Todos, izquierdistas, derechistas e independentistas llevaron a cabo sus experimentos sin solucionar la miseria de sus países; todos dejaron como recuerdo decenas de miles de muertos y algunos, como Pinochet o Videla o Stroessner, añadieron a la lista otras decenas de miles de desaparecidos.
La historia de América latina parece evolucionar en secuencias que se proyectan al tiempo en todos sus países. A veces también parece una historia cíclica; Los líderes de hoy se las deben arreglar con los mismos problemas de ayer y muy pocos pueden ganarle el pulso a la causa de todos los males contemporáneos, que ha sido en realidad la misma causa durante siglos: la corrupción.
Pero independientemente de la política, la historia de América latina también se desarrolla de manera similar en sus facetas sociales y culturales. Para comprobarlo basta observar la evolución de las telenovelas desde los años 40 hasta la fecha y la irresistible pasión que siempre han generado entre millones de televidentes; quizá es eso lo que interpretamos todos acá, una telenovela.
"Su escudo es un Corazón..."
De ricos, lágrimas y corazones
El territorio donde todos deberíamos convertirnos algún día en los personajes de una novela…”Los ricos también lloran”, “simplemente María”, historias locales que resultan universales porque versan sobre los mismos sueños repetidos eternamente en toda América latina; la empleada de servicio que se vuelve millonaria, los ciegos que recuperan la visión, los paralíticos que vuelven a caminar, los perversos ricos castigados con la ruina y el triunfo irrevocable del amor, que se sobrepone a todos los prejuicios sociales y nos lleva a todos, al final, a habitar un mundo bello y perfecto en el que los hombres se abrazan y comen en la misma mesa. ¿Es posible imaginar algo más sublime? Ni siquiera Marx, ni siquiera Tomás Moro, habrían evitado llorar de felicidad al ver su utopía materializada en la ficción.
Como en las novelas, América latina es un mundo que vive de esperanzas. Nada más. Es eso lo que nos lleva a comprar la lotería cada semana y soñar con lo que haríamos si la ganáramos; es ella la que hace que todos los días millones de personas se despierten invocando al Dios de la fortuna y salgan a la calle como si se dijeran “todavía es posible, todavía algo mágico puede pasar”. Vivir a ciegas, esperar lo mejor, sobrellevar las tribulaciones: es una respuesta colectiva contra la locura.
En lugar de banderas Latinoamérica debería tener como símbolo el corazón amarillo y rojo que portaba el Chapulín en su pecho; o el sándwich de jamón que el chavo del ocho nunca se comió, el mismo que tampoco se han comido los millones de niños en Perú, en Colombia, en Ecuador a los que él representa.
Es este el pueblo de las contradicciones; el de la malicia indígena que se deja manipular ingenuamente; el que se exalta con el nacionalismo pero sueña con vivir en otra esquina del planeta; el que defiende sus costumbres pero no las ha usado nunca porque durante siglos adoptó las de Europa y luego las de Estados Unidos y ya no sabe si existe algo realmente autóctono aquí.
Este pueblo con un solo corazón, que es como el chapulín colorado: más ágil que una tortuga, más noble que una Lechuga, más fuerte que un ratón…