Una breve historia de la frivolidad
Buscando algún tema sobre el cual escribir descubrí que mi mente estaba en blanco. No tenía ánimos para hablar de literatura y me he prometido no escribir sobre política, aunque a veces como es evidente, no he podido limitarme. Además me inquietaba no tener nada importante en qué pensar y de esta inquietud surgió una pregunta aún más alarmante en el mundo actual: ¿qué tiene de malo no pensar?
Me pareció que la influencia religiosa en la civilización occidental introdujo, hace varios milenios, valores como el sacrificio, el castigo y la culpa, entre muchos otros. Luego me pregunté, Toda ésta ética cristiana copiada del judaísmo antiguo que adoptó los preceptos morales más severos de esa religión, ¿porqué no adoptó el hedonismo griego y romano?
De las tierras helénicas el cristianismo sólo adoptó los conceptos filosóficos que contribuyeron a darle forma y orden a la naciente religión, pero ignoró flagrantemente las costumbres y el modo de vida que, además, ya habían seducido a los conquistadores romanos.
De Platón utilizó la idea del “demiurgo” o el mundo de las ideas; de Aristóteles tomó el concepto del “motor inmóvil”, sobre el cual trabajó Santo Tomás incansablemente hasta convertirlo en otros conceptos tan incomprensibles para mí como los de los griegos clásicos.
De Diógenes el Cínico, aquél flamante griego de quien la historia relata que se despojó de todos sus bienes materiales porque éstos sólo le traían preocupación, no tomó nada. Quizá porque en semejante acto de renuncia no había un compromiso espiritual profundo hacia algún Dios, y no aspiraba con ello a una vida de sacrificios para corregir su alma, sino porque, como diríamos hoy, se sentía encartado con sus negocios y no quería estresarse. Uno de esos filósofos que abundaban en Atenas le dijo una vez que la vida era un mal, a lo que Diógenes contestó, “No la vida: la mala vida”. Ante semejante personaje, medio loco y buena vida, la leyenda relata que se presentó Alejandro Magno y lo encontró tendido en el suelo mirando las nubes. El conquistador debió sentirse en presencia de un sabio y debió haberle dicho algo así como “Oh gran Diógenes tu fama te precede en cualquier lugar del mundo al que desees ir” y luego, como el genio de las mil y una noches, pronunció las palabras mágicas, pídeme lo que quieras y te lo concederé. La respuesta de Diógenes ha perdurado en los siglos, ha sido repetida hasta la saciedad en cátedras de filosofía de colegios y universidades y da una muestra de la personalidad de aquél sabio medio loco: Quiero, le contestó el Filosofó, que te apartes porque me estás tapando el sol.
¡Genial!. Diógenes el genio. De ser cierta la historia, Diógenes debería estar peleando por un puesto al lado de Aristóteles, Platón y Sócrates en la posteridad. De ser una fábula, da un indicio de la cultura de aquéllos griegos que no se complicaban demasiado con las cosas y que, gracias o pese a ello, lograron ser la luz de las civilizaciones que surgieron después; no existe tanta comicidad y sentido común en la historia de los egipcios, los asirios, los mayas, los vikingos ni en los más famosos pueblos de la antigüedad, en los cuales por lo general las narraciones son una mezcla de sangre, rito y conocimientos secretos sobre la forma en que funcionaba el universo.
También en Grecia, aquél griego llamado Sócrates, de quien el historiador Indro Montanelli sospechaba que se la pasaba recorriendo las calles de Atenas armando chismes y buscando algún banquete en el cual meterse, que era “muy amigo de empinar el codo” y cuya sumisa esposa tuvo que denunciarlo una vez por abandono, porque entre tanta fiesta nunca llegaba a la casa, no se resistió nunca a la tentación de ser frívolo y sacar de toda esa frivolidad la inspiración que dio origen a una cultura: la occidental.
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