Continuación de “Una breve historia de la frivolidad”
Ya en el siglo XVII, mucho después de las extravagancias de los emperadores romanos y la festividad de los filósofos griegos, el mundo fue testigo de un nuevo apogeo de la frivolidad de la élite en la corte francesa de Luis XIV. Cualquier cosa que se pueda decir sobre este monarca está de más pues la historia no ha sido avara al relatar sus extravagancias y cómo convirtió a la figura del Monarca en sinónimo de soberbia y majestad; está de más también recordar que a éste Rey, que construyó Versalles para vigilar de cerca a sus colaboradores y no sólo para mostrar el esplendor de su reinado, se le debe un ejercicio efectivo del concepto de soberanía, importante aporte que le permitió a sus sucesores continuar con sus caprichos y gozar del poder absoluto sobre un estado unido.
Casi dos siglos después del reinado del Rey sol la revolución arrasó con casi todos los lujos a los que tenía derecho la aristocracia. Charles Maurice de Talleyrand, el experimentado y sagaz diplomático francés del siglo XVIII que se jactaba de haber sido canciller de tres regímenes de gobierno diametralmente opuestos y excluyentes entre sí (el de Luis XVI, el del gobierno revolucionario y el de Napoleón), se lamentaba en privado por la caída del antiguo régimen, porque Los hombres que nacieran después de la revolución francesa “ya no sabrían nunca cuán bella y dulce la vida podía ser.”
Bella y dulce, sin duda, si se tenía la buena suerte de nacer Aristócrata como Talleyrand, porque de otro modo era preferible haber sido el ciudadano pobre y feo del siglo XX y no el campesino francés (hambriento, sucio y mal vestido) del final de la edad media.
Lo cierto es que en su mundo de luces, fiestas y derroche previo a la revolución, Talleyrand fue sin duda testigo de la exaltación del placer sensual hasta convertirlo casi en una religión dentro de la nobleza. No es ingenua la anécdota que cuenta que María Antonieta, al preguntar porqué el pueblo protestaba y recibir como respuesta que era porque tenía hambre y no había pan, contestó “dadles ponqué”; la frivolidad ya era un estilo de vida dentro de las cortes de la baja edad media y la Reina no era una excepción.
A material World…
Ninguno de los personajes que he mencionado se sintió nunca avergonzado de su frivolidad. De hecho, durante milenios ésta ha sido parte de la vida de políticos, artistas, seres públicos, etc. Los ejemplos sobran. Lord Byron escribió un poema para su perro muerto y lo hizo grabar en la lápida que mandó a hacer para sepultarlo; en Cartagena el tuerto López escribió otro a sus zapatos viejos; en los años 90, el personal de seguridad de Bill Clinton detuvo durante una hora el tráfico aéreo en dos pistas del aeropuerto de los Ángeles para que al Presidente le hicieran un corte de pelo; en Inglaterra, el día de apertura de las carreras de Ascot tiene lugar una apuesta sobre un tema que mueve tantos millones de libras esterlinas como los mismos caballos: adivinar el color del vestido que la Reina usará ese día.
Si la frivolidad fuese estúpida ¿no tendríamos que juzgar inútiles también a todos los personajes que la han ejercido de manera oscura, ignorando sus méritos? ¿Y si ser frívolo es lo verdaderamente real? Así como se ha propuesto con las drogas, yo creo que hay que legalizar la posibilidad de ser superficial. Al menos así no seríamos testigos de la aberración más embarazosa de la frivolidad: tratar de no ser frívolo.
De esta perversión nacen las preguntas elaboradas en los concursos de belleza, guiadas por esa molesta idea de que las reinas deben ser inteligentes, como si no hubiesen ido a una competencia de belleza sino a un torneo de ajedrez, como si alguien todavía creyera que si se aparecieran usando lentes y hablando de la caza de ballenas, del teorema de Fermat o de la velocidad de expansión del universo, tuviesen la mínima probabilidad de ganar.
De aquélla perversión nace también la idea de que quien no habla de temas “profundos” y “serios” (¿política? ¿Economía?) No es inteligente o, mejor aún, es frívolo.
Es por eso que tanta gente sucumbe cada día ante la tentación de adornar sus discursos con términos desconocidos que por lo general remiten al diccionario y permiten descubrir palabras vírgenes para el común de los hombres porque no han sido usadas más que por quién las creó y quien se ufana al pronunciarlas en ese momento. Confieso que una vez traté de seguir éste método pero por problemas de memoria (¿Alzheimer precoz?) no conseguía recordar las palabras que había aprendido; hoy las recuerdo pero ya olvidé lo que significan. Dentro de ésta categoría estaban las muy jurídicas “otrora”, “Ibídem”, “Sic” y, por supuesto, el odiado y horrible “Verbigracia”. También están “sempiterno”, “amanuense”, entre otras.
Y como la idea es ser frívolo, dejaré de escribir porque ya me aburrí de Talleyrand, de Bill Clinton y del vestido de la Reina de Inglaterra.
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