martes, 25 de marzo de 2008

S U E Ñ O S

Hay mil mundos detrás de los sueños, mil formas de verlos, mil formas de llegar a ellos.
Están los sueños de Deep Dish, los sueños de Akira Kurosawa; los sueños dentro de otros sueños de Borges y también su arena soñada que asfixiaba pero "no" podía matar. Están los sueños cuando hay sueño, los sueños cuando duermes y los que no terminan cuando sale el sol.
"Soñar despierto", "Vivir soñando", pensar que "la vida es solo un sueño" y quizá descubrir que el sentido de la existencia fue declarado por el Príncipe Hamlet cuando dijo " Dormir...Morir, dormir...Tal vez soñar"

miércoles, 27 de febrero de 2008

El Hombre que estaba de Más


Faltaban solo dos años para que terminara la década del 60; Francia experimentaba los efectos de una agitación intelectual impetuosa cuya principal característica era cuestionar todo lo que para la sociedad burguesa era incuestionable; “prohibido prohibir”, la frase que apareció en las calles de París, resumió la causa de todo el movimiento estudiantil y quedó en el recuerdo para que la historia evocara con ella aquél año, 1968, y aquél mes, Mayo.

Detrás de toda esa ebullición social, detrás de los gritos y las protestas de la Sorbonne, las autoridades francesas adivinaban la influencia de un hombre a quien Truman Capote describió una vez como un “pálido y estrábico fumador”.

Escritor de obras que representaban ideas densas, especie de Filósofo maldito y Premio Nóbel célebre por rechazar tanto el premio como la celebridad, a Jean Paul Sartre le correspondió interpretar una vida pública que osciló siempre entre la polémica y la idolatría. Pero en privado, fue el hombre que alguna vez descubrió que la existencia le producía angustia, y se sumergió en aquél sentimiento para saber hasta dónde llegaba.

La historia de aquél Mayo del 68 relata que en pleno consejo de gobierno uno de los generales presentes sugirió encarcelar a Sartre, para quitarle energía a las protestas de los estudiantes; la anécdota también dice que De Gaulle, al escuchar aquélla sugerencia, abrió los ojos y gritó “¿está usted loco? No se puede encarcelar a Voltaire”. Al leer aquélla historia y aquélla frase del General De Gaulle se inició, hace mucho tiempo, mi interés por Sartre.

“A puerta cerrada” fue la primera obra que leí de él; tal como me seguiría ocurriendo en adelante con todos sus libros, la verdadera comprensión de los temas envueltos en aquélla obra de teatro se aclararían solo con el paso del tiempo y la magnífica e increíble conexión espiritual con ella se daría solo al leerla por tercera vez. Todavía experimento un éxtasis casi místico cuando recuerdo a uno de los tres improbables personajes decir, como si hubiese sido una repentina revelación “Entonces, es eso… El Infierno son los otros”. Y luego descubrir que su castigo era estar los tres, insoportables para sí mismos, juntos para toda la eternidad en aquél elegante salón francés.

“La Nausea” en un principio me pareció un libro extraño y por momentos monótono; fue la primera impresión que tuve, pero mi impresión sobre Sartre se seguía alterando en el tiempo. Eso aumentó mi admiración hacia él, y despertó un sentimiento que no sé cómo llamar incluso hoy; era una sensación de empatía, pero también de solidaridad, como si me sintiera victima de los procesos de la existencia que Sartre describía, como si un día al despertarme también yo me hubiese preguntado “¿y para qué moverme?” pero no en el modo ridículo y vulgar del que puede hablar un libro de autoayuda, sino en el modo trascendente del que se pregunta cuál es el sentido de la existencia, en tanto que existencia no en tanto que vida, y entiende al mismo tiempo que no hay otra opción diferente a existir.

Leí entonces un pequeño ensayo titulado “El existencialismo es un humanismo” y eso bastó para confirmar mi lealtad hacia Sartre, afianzar mi vínculo a su angustia profunda; en él, el Filósofo pretendía básicamente desligar su pensamiento de quienes lo unían al pesimismo y las ideas oscuras. Sartre defiende sus tesis repitiendo una y otra vez que el punto que él toca no es fácil de ser entendido.

En un párrafo de la Nausea, el autodidacta le dice a Antoine Roquentin, “He leído hace algunos años un libro de un autor americano, se llamaba ¿Vale la pena vivir la vida, ¿no es ésa la cuestión que usted plantea?.” Y el interrogado se contesta a si mismo “Evidentemente no, no es la cuestión que yo planteo, pero no quiero explicar nada.”


Por eso me gusta tanto “la Nausea”, porque es un manual de filosofía existencialista, pero también es una autobiografía velada que me acerca a la vida de su autor; porque en la dura y compleja personalidad de Anny está Simone de Beauvoir y todos los problemas de su particular relación con Sartre, porque al autodidacta lo mueve el espíritu de la ingenuidad humana, el alma de rebaño, y porque Antoine Roquentin, el narrador que describe todo en primera persona, que se concentra en sus intensos e íntimos procesos sicológicos representa, ¿será preciso decirlo?, al propio Sartre lleno de dudas profundas, oscilante entre la desesperación y la apatía.

Era ese Antoine Roquentin el que cuando estaba a punto de suicidarse descubrió la inutilidad de su acción porque nada podía hurtarlo de la existencia y supo entonces que el verdadero sentido de las cosas y los seres era estar de más: “De más el castaño allá frente a mí, un poco a la izquierda, de más la véleda. Y yo, flojo, lánguido, obsceno, dirigiendo, removiendo melancólicos pensamientos, también yo estaba de más (…) de más mi cadáver, mi sangre en esos guijarros, entre esas plantas, en el fondo de ese jardín sonriente. Y la carne carcomida hubiera estado de más en la tierra que la recibiese (…) yo estaba de más para toda la eternidad”.

Hoy supe que el nombre original que Sartre le puso a su libro era “Melancolía”, pero la editorial Gallimard lo cambió para el lanzamiento comercial. Quizá fue ese el dato que me hizo sentir aún más cercano a él. “Melancolía”…solo eso, ahora lo entiendo bien, quizá fue lo que sintió mientras escribía el libro; quizá escribía para deshacerse de ella mientras escuchaba esa canción que obsesionaba a Antoine Roquentin… “Hay que ser como yo, hay que padecer con ritmo”. Yo voy a creer que en una de las páginas de aquél libro, en vez de “nausea”, Sartre escribió “La melancolía no me ha abandonado (…) pero ya no la soporto, ya no es una enfermedad ni un acceso pasajero: soy Yo”

martes, 12 de febrero de 2008

INGRID....y los demás



Quiero preguntar por la suerte de unas 700 personas que no llevan el apellido Betancourt y cuyos nombres jamás han sido mencionados por jefe de estado alguno; quiero preguntar por las esposas, los hermanos y los hijos de 700 personas destinadas desde el principio de su secuestro a morir en la selva porque la atención internacional los ha hecho invisibles, aunque en Colombia, lo sé, ya hay varios cientos de personas que se preguntan qué los hace diferente a ellos de aquél grupo cuya libertad es asunto de estado.

Antes de ser malinterpretado debo aclarar que los secuestrados tienen toda mi admiración y sus parientes todo mi respeto. No me molesta la actitud de las familias del grupo de los canjeables; después de todo tienen derecho a utilizar todos los medios a su alcance para acabar con esa angustia que los debe perseguir desde que se despiertan hasta que se acuestan y que luego, seguramente, se filtra en sus sueños. Entiendo su desesperación y dentro de ella logro comprender también que sus ataques se dirijan siempre contra el gobierno, nunca contra los terroristas que secuestraron a sus miembros: las familias de los secuestrados se han vuelto ellas mismas rehenes de las FARC; no son concientes de ello, por supuesto, pero son ahora la diversión de una guerrilla que manipula inteligentemente sus sentimientos y los hace decir lo que ellos quieren.

Lo que no puedo entender es que un gobierno se vaya a someter, como se sometió en el pasado otro gobierno a Pablo Escobar gracias a sus selectivos secuestros, a pretensiones subversivas para proteger a un grupo de personas que no deben quejarse de los errores del Estado ya que, en su momento, ellas mismas simbolizaron al Estado y forjaron sus vicios, así como sus cualidades más admirables. Si hay justicia en el mundo hasta la pobre Ingrid Betancourt debe pensar que esa situación en la que ella vive es insoportable para cualquier ser humano, sea un senador, un soldado o un ganadero que no ha terminado de pagar por su libertad.

¿Es en verdad éste un país clasista? ¿No podríamos aprovechar la oportunidad que se nos presenta para probar que la libertad que nos interesa, que la vida que queremos proteger es la de todo ser humano? Yo por mi parte pienso, aunque suene vacío, falso y agotado, que la vida, solo por ser vida, merece siempre ser salvada.

lunes, 11 de febrero de 2008

Confesiones II


El miedo y Yo
En el principio era el miedo y de él se desprendieron todas las emociones humanas. De él nació la ira y la complacencia, la tristeza y la cobardía, y la egolatría, también la egolatría surgió del miedo.

Yo lo empecé a sentir hace más años de los que quiero recordar, acomodándose a mis pies mientras dormía, esperándome cuando despertaba; en las mañanas era un salto súbito que daba el corazón y a veces era también una palabra que se ahogaba en la garganta y me asfixiaba antes de nacer.

El miedo es una fuerza inmaterial que lo llena todo pero también se transforma en símbolos particulares que lo reflejan. Está el miedo aterrador que explotaban Hitchcock y sus sucesores a las puertas cerradas; el miedo irracional y obsesivo de Cocó Chanel a morir en la oscuridad de la noche; el mismo miedo que sentía Nerón cuando pidió ayuda para escapar de sus verdugos a un guardia imperial que le contestó con un verso de Virgilio: “¿Tan difícil es, pues, morir?”. Está el miedo al futuro, miedo a recordar el pasado, miedo a lo desconocido, al rechazo, al amor…Todo está hecho de miedo.

Dentro de mí, el miedo alteró sus formas con el tiempo pero su intensidad nunca varió. Lo más cerca que estuve de enfrentarlo fue una noche en que soñé que él, la fuerza invisible que no se muestra pero se percibe, se volvía un mar ansioso de mí que me arrastraba hacia sus profundidades mientras yo luchaba por mantenerme en su orilla. La batalla quedó inconclusa, desperté.

Pero sé que volverá a ocurrir alguna vez. Porque todavía hoy, mientras miro estas letras y mi mano se niega a detenerse para no quedar a solas frente a él, todavía hoy puedo sentirlo; tengo miedo.

domingo, 27 de enero de 2008



Confesiones I

Dios y yo


Los domingos llenan de parsimonia y aburrimiento al mundo. Durante toda mi vida he deseado desaparecer cuando acaba el sábado y reaparecer el lunes, flotar en algún limbo de inconciencia que me hurte de ese hecho inevitable y odiado: la llegada del domingo.

Aquél día era, sin embargo, Domingo, y es un dato que recuerdo perfectamente porque aún me sorprende que una revelación tan plena, una sensación tan compleja, haya podido nacer en un día tan estéril. Aquél domingo había algo diferente dentro de mí, un sentimiento que se asemejaba al aburrimiento pero lo sobrepasaba; era algo parecido a la resignación y, por alguna razón que no recuerdo, estaba en misa.

Era aquélla en la que estaba, una iglesia de barrio; su decoración a la vez humilde y pretensiosa, su sacerdote tenía un gesto decididamente antipático que no facilitaba la indulgencia con su culto. A mí alrededor la gente cantaba, abrían sus manos al cielo y cerraban los ojos como si en cualquier momento esperaran ser tomadas por los ángeles y llevadas a flotar sobre las nubes. Yo me sumergía poco a poco en la contemplación del ritual; me maravillaba el fenómeno de la devoción, la fe en un salvador y, lo acepto, me sentía un poco decepcionado de mí.

En aquélla Iglesia, mientras miraba a los devotos seguidores de Jesús, hubiese deseado sentir algún tipo de emoción, como la tensión expectante de cuando era niño y, asustado, creía que el Cristo en cualquier momento iba a bajar de la cruz para caminar con su cuerpo sangrante y su corona de espinas hacia mí; hubiese querido decir, como Sor Juana Inés de la Cruz, “Tú me mueves Señor…” y sentir su bella declaración apasionada “Muéveme el verte clavado en esa cruz encarnecido, muéveme tus afrentas y tu muerte. Muéveme en fin tu amor de tal manera que aunque no hubiese cielo yo te amara y aunque no hubiese infierno te temiera”.

Pero en el fondo yo sabía que jamás podría experimentar hacia aquél Dios toda esa pasión, todo el erotismo intenso de una religiosa enclaustrada del siglo XVII. Un poco melancólico pensaba que me bastaba con sentir lo que siente un ser humano que cree en algo. Absorto en mis pensamientos como estaba, no me di cuenta del sacerdote que recorría las filas de la Iglesia lanzando agua bendita a todos los que se acercaba, así que mientras yo extendía más y más las simples ideas nacidas de ver una plegaria colectiva, el contacto de mi cuerpo con el agua, fría y cortante, conmovió toda la piel de mi cara, me hizo girar rápidamente hacia el sacerdote que me la había lanzado y al mismo tiempo, por primera vez, me hizo ser conciente de Dios. Fue aquél el despertar de un sueño.

El agua, el fastidio que me produjo la violencia con que me arrancaba de mis propios pensamientos, me permitió “ver” y ya no vi en el ritual más que carencia de fondo, más que fórmulas insustanciales: el ridículo vestido del sacerdote, el desesperante aroma del incienso en alguna parte de la iglesia, aquélla campana que sonaba y que me hacía recordar avergonzado en cómo habíamos los buenos hombres de occidente, robado tantos símbolos paganos orientales…un caos de ideas que yo asimilaba sin explicación ni justificación, sin cuestionarlas y haciéndolas mías de manera definitiva.

Cuando volví a ser conciente de mí tras aquélla especie de crisis mística, el Sacerdote explicaba alguno de los versículos que acababa de leer. Hablaba del contexto histórico en el que había que ubicarlos, del carácter simbólico de las palabras bíblicas, de una serie de interpretaciones en las que me costaba trabajo creer. En la mente de ese hombre las más ordinarias anécdotas resultaban un mensaje de amor, del amor de Dios; por eso yo no escuchaba ya con atención lo que decía, porque no me bastaban sus explicaciones para comprender que la historia de un pueblo fuese el idioma escogido por Dios para hablar a la humanidad. Y aún hoy no admito interpretaciones ni lenguajes simbólicos; me bastan las palabras claras y sencillas que puedo leer, palabras de historia, las palabras de los hombres que iban a la guerra a matar fariseos.

Entre tanto, llegue a tener certeza de algo en lo que no había pensado antes: Dios existe; pero ¿y si no estaba en la Biblia? Sentí vértigo, yo era solo un hombre, no podía enfrentarme en un minuto del tiempo infinito a la historia sin fin de la creación. No podía ni podría aunque dedicara todos los segundos de mi vida a ello llegar a una conclusión, pero en aquél momento se inició un proceso que desde entonces no se ha detenido y que me ha concedido otra revelación: El Dios es uno y hay dioses que lo secundan, que hablan por él. Hay que escuchar, descifrar, no hablar porque el Dios no recibe, es una fuerza que genera pero no absorbe.
Los hombres lo buscan en los templos y en los ritos; pero son muchos los ingenuos, los demasiado torpes para sentir esa sinfonía perpetua que es la voz de los dioses alrededor de todo; “Aunque hayan derribado sus estatuas – escribió Kavafis- y estén proscritos de sus templos, los Dioses viven siempre…”.

Pero aquél domingo muerto, en una triste Iglesia de barrio, la gente volvía a cantar y creía que Dios los oía. Yo quiero saber a dónde se iban todas esas palabras, tantas palabras lanzadas al aire, cargadas de culpa y de miedo y de pecado. Y porqué entonces el mundo siguió siendo igual cuando todos salieron y volvieron a ser completamente humanos.

domingo, 2 de diciembre de 2007

EL PLACER DE SER KITSCH


La palabra KITSCH llegó a mi vida por primera vez hace cerca de diez años y desde entonces lo más memorable, lo que no he podido olvidar, es que su aparición se produjo como si fuese una revelación que el Universo me hacía.

Recuerdo que la encontré una noche ahí tendida, escondida entre otras miles de palabras, aguardando dulcemente que yo la leyera mientras se cobijaba entre las páginas de “La insoportable levedad del ser”, de Milan Kundera. Cuando le leí corrí a buscar en el diccionario su significado exacto y luego lo poco que entendí lo asocié con el párrafo en el que la había visto; sin estar por completo seguro de qué era, entendí por kitsch algo así como el arte de ser a la vez extravagante, ordinario y llamativo.

La poca claridad del término no fue algo que me molestara; su impresión sobre mí fue tan fuerte que recuerdo al libro de Kundera principalmente por haberme revelado esa palabra; su impresión sobre mí fue tan grande que me sentí un ser humano mejor por haberla descubierto.

Desde aquél instante, la palabra kitsch esporádicamente ha desaparecido de mi memoria para aparecer fugazmente y ser olvidada otra vez; ayer hizo su última aparición. Fue en un artículo que analizaba el papel fundamental de la clase media (como colchón entre la clase alta y la baja) para definición de lo kitsch. No leí el artículo pero vino a mi recuerdo la extraña fascinación que esa palabra ejerce sobre mí con todo su poder de encantamiento y ya no pude dejar de pensar en ella.

Aquélla misma tarde encontré en un periódico de varios días atrás una nota que me llenó de morbosa diversión. Era una carta dirigida a una Gurú local del protocolo y los buenos modales, por una mujer que se describía como extranjera y mencionaba sus impresiones acerca de un quinceañero al que había asistido apenas recién llegada al país.

En su carta describía breve pero puntualmente “el columpio” en el que “la niña se sentó a la media noche” para que el Papá le cambiara los zapatos que llevaba y le pusiera unas sandalias de mujer mayor, de “señorita” que llaman. Habló sin ahorrar detalles de la corte de honor que le habían hecho a la quinceañera varios de sus amigos, de cómo cada uno de los hombres presentes le entregaba una rosa cuando salía a bailar con ella y me hizo desear haber estado ahí para ver las lágrimas en los rostros de los padres al ver aquél conmovedor espectáculo porque lágrimas, de eso estoy seguro, hubo. El momento culminante de la noche ocurrió cuando se hizo el anuncio de que “la quinceañera pasaría a continuación por cada una de las mesas para recoger los sobres con el dinero” que le regalaban los invitados.

La remitente se preguntaba si era de buen gusto recoger sobres llenos de dinero en una fiesta; la gurú censuró moderadamente aquél espectáculo, yo me moría de ganas por haberlo presenciado y de todo lo que había leído tenía claro que el acto más honesto de la noche fue la recolección de sobres. Sí. Tan kitsch es la niña que hizo semejante fiesta como la mujer que pierde su tiempo escribiendo a un periódico para contarlo y la especialista en etiqueta que le enseña cuál es el orden correcto de las cosas.

Kitsch el columpio, el vals y la rosa, el vestido “verde aguamarina” para el matrimonio a mediodía, la experta en buen gusto que pierde su tiempo en los demás y los demás con ella, kitsch el protocolo y la etiqueta cuando ya se ha visto que en cuestiones sociales rige la anarquía y al final se impone el payaso que uno menos espera. Y de todo lo que he leído lo único que no es kitsch es el crudo invento de recoger sobres llenos de dinero; ahí solo hay astucia indígena, lo que hace al homo sappiens el rey de la creación: pacticidad, en el mundo moderno, ambición. Hay que ser justos con la quinceañera, con la pareja que se casa, con cualquiera que esté en esa situación: ellos hacen el circo, hay que retribuir por la diversión; hasta yo mismo pagaría por ver una corte de honor.

Qué es ser KITSCH

Simplemente no lo sé. La situación anterior parecía encajar perfectamente en la idea que tenía de Kitsch, y sin embargo, descubrí enseguida que es éste un concepto que no se agota en una sola definición.

Lo kitsch, como el espíritu universal de Hegel, como el motor inmóvil de Aristóteles y el Demiurgo de Platón, es una idea que no se acaba de perfeccionar, no le basta una definición. Lo kitsch solo puede ser experimentado, jamás transmitido. Su significado no equivale a ser “lobo”, ni “cursi” ni “ridiculo”; es todo un proceso dialéctico que se construye una y otra vez.

Confieso que leí esa apartada columna del periódico por ese placer íntimo e indescriptible de reírme de aquéllos seres que sufren porque no saben si usar “una cartera tipo sobre” o un “vestido en tonos claros” y por aquél otro ser que los ilumina desde su altar inalcanzable de buen gusto. No es que mi burla me hiciera ignorar que carezco del toque requerido para hablar de protocolo y no tengo la rebeldía necesaria para desafiarlo, pero todo acto en que los hombres tratan de seguir un ceremonial me causa diversión.

Es lo mismo que me ocurre cuando escucho a alguien decir que el vino rojo se sirve con las carnes rojas y el vino blanco con pescado; me provoca levantarme y decir “Señoras y Señores…Hace varios años la doctrina del protocolo y la etiqueta determinó que el vino blanco y el vino rojo se sirven indistintamente con cualquier tipo de carne a elección del consumidor”. Y dado que la tendencia en elegancia parece ser sentirse cómodo con los propios gustos, Yo por mi parte, desde hace varios años me he venido anticipando al protocolo y acompaño con coca cola todas mis comidas sin importar que tan sofisticado sea el plato que voy a comer; díganme si eso no es tener buen gusto.

sábado, 24 de noviembre de 2007

El Continente del Chapulín colorado


“Queridos hermanos de América latina…” decía Juan Pablo II con una voz suave y vibrante cuando estaba en México, en Brasil o en su balcón del Vaticano. Solo los nativos de centro y Sudamérica se llaman a si mismos nicaragüenses, argentinos o colombianos; para algunos españoles todos están dentro del mismo grupo general de los “sudacas”; para el resto del mundo, “americano” es simplemente el gentilicio de los estadounidenses y los demás seres del continente pertenecen a una categoría, todo un género: el de latinoamericano.

Es fácil reconocer que los países de esta región del mundo comparten una identidad social y cultural que los hace parecer una sola, extensa, nación. Y el aspecto político es inexplicablemente uniforme también: en América latina las corrientes políticas se desplazan a la velocidad de la luz y se extienden por todos los rincones como si fueran un virus contagioso. Por eso no se equivocaban los que temían que un gobierno socialista en Venezuela activara la fiebre de la izquierda en los demás países; así había sido cuando la moda de las dictaduras de derecha recorrió de extremo a extremo éste pequeño universo; así fue cuando la revolución cubana alentó la proliferación de guerrillas en todos los países y cuando la insatisfacción criolla originó, casi al mismo tiempo, las guerras de independencia hace unos doscientos años.

Todos, izquierdistas, derechistas e independentistas llevaron a cabo sus experimentos sin solucionar la miseria de sus países; todos dejaron como recuerdo decenas de miles de muertos y algunos, como Pinochet o Videla o Stroessner, añadieron a la lista otras decenas de miles de desaparecidos.

La historia de América latina parece evolucionar en secuencias que se proyectan al tiempo en todos sus países. A veces también parece una historia cíclica; Los líderes de hoy se las deben arreglar con los mismos problemas de ayer y muy pocos pueden ganarle el pulso a la causa de todos los males contemporáneos, que ha sido en realidad la misma causa durante siglos: la corrupción.

Pero independientemente de la política, la historia de América latina también se desarrolla de manera similar en sus facetas sociales y culturales. Para comprobarlo basta observar la evolución de las telenovelas desde los años 40 hasta la fecha y la irresistible pasión que siempre han generado entre millones de televidentes; quizá es eso lo que interpretamos todos acá, una telenovela.

"Su escudo es un Corazón..."






De ricos, lágrimas y corazones

El territorio donde todos deberíamos convertirnos algún día en los personajes de una novela…”Los ricos también lloran”, “simplemente María”, historias locales que resultan universales porque versan sobre los mismos sueños repetidos eternamente en toda América latina; la empleada de servicio que se vuelve millonaria, los ciegos que recuperan la visión, los paralíticos que vuelven a caminar, los perversos ricos castigados con la ruina y el triunfo irrevocable del amor, que se sobrepone a todos los prejuicios sociales y nos lleva a todos, al final, a habitar un mundo bello y perfecto en el que los hombres se abrazan y comen en la misma mesa. ¿Es posible imaginar algo más sublime? Ni siquiera Marx, ni siquiera Tomás Moro, habrían evitado llorar de felicidad al ver su utopía materializada en la ficción.

Como en las novelas, América latina es un mundo que vive de esperanzas. Nada más. Es eso lo que nos lleva a comprar la lotería cada semana y soñar con lo que haríamos si la ganáramos; es ella la que hace que todos los días millones de personas se despierten invocando al Dios de la fortuna y salgan a la calle como si se dijeran “todavía es posible, todavía algo mágico puede pasar”. Vivir a ciegas, esperar lo mejor, sobrellevar las tribulaciones: es una respuesta colectiva contra la locura.

En lugar de banderas Latinoamérica debería tener como símbolo el corazón amarillo y rojo que portaba el Chapulín en su pecho; o el sándwich de jamón que el chavo del ocho nunca se comió, el mismo que tampoco se han comido los millones de niños en Perú, en Colombia, en Ecuador a los que él representa.

Es este el pueblo de las contradicciones; el de la malicia indígena que se deja manipular ingenuamente; el que se exalta con el nacionalismo pero sueña con vivir en otra esquina del planeta; el que defiende sus costumbres pero no las ha usado nunca porque durante siglos adoptó las de Europa y luego las de Estados Unidos y ya no sabe si existe algo realmente autóctono aquí.

Este pueblo con un solo corazón, que es como el chapulín colorado: más ágil que una tortuga, más noble que una Lechuga, más fuerte que un ratón…