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miércoles, 27 de febrero de 2008

El Hombre que estaba de Más


Faltaban solo dos años para que terminara la década del 60; Francia experimentaba los efectos de una agitación intelectual impetuosa cuya principal característica era cuestionar todo lo que para la sociedad burguesa era incuestionable; “prohibido prohibir”, la frase que apareció en las calles de París, resumió la causa de todo el movimiento estudiantil y quedó en el recuerdo para que la historia evocara con ella aquél año, 1968, y aquél mes, Mayo.

Detrás de toda esa ebullición social, detrás de los gritos y las protestas de la Sorbonne, las autoridades francesas adivinaban la influencia de un hombre a quien Truman Capote describió una vez como un “pálido y estrábico fumador”.

Escritor de obras que representaban ideas densas, especie de Filósofo maldito y Premio Nóbel célebre por rechazar tanto el premio como la celebridad, a Jean Paul Sartre le correspondió interpretar una vida pública que osciló siempre entre la polémica y la idolatría. Pero en privado, fue el hombre que alguna vez descubrió que la existencia le producía angustia, y se sumergió en aquél sentimiento para saber hasta dónde llegaba.

La historia de aquél Mayo del 68 relata que en pleno consejo de gobierno uno de los generales presentes sugirió encarcelar a Sartre, para quitarle energía a las protestas de los estudiantes; la anécdota también dice que De Gaulle, al escuchar aquélla sugerencia, abrió los ojos y gritó “¿está usted loco? No se puede encarcelar a Voltaire”. Al leer aquélla historia y aquélla frase del General De Gaulle se inició, hace mucho tiempo, mi interés por Sartre.

“A puerta cerrada” fue la primera obra que leí de él; tal como me seguiría ocurriendo en adelante con todos sus libros, la verdadera comprensión de los temas envueltos en aquélla obra de teatro se aclararían solo con el paso del tiempo y la magnífica e increíble conexión espiritual con ella se daría solo al leerla por tercera vez. Todavía experimento un éxtasis casi místico cuando recuerdo a uno de los tres improbables personajes decir, como si hubiese sido una repentina revelación “Entonces, es eso… El Infierno son los otros”. Y luego descubrir que su castigo era estar los tres, insoportables para sí mismos, juntos para toda la eternidad en aquél elegante salón francés.

“La Nausea” en un principio me pareció un libro extraño y por momentos monótono; fue la primera impresión que tuve, pero mi impresión sobre Sartre se seguía alterando en el tiempo. Eso aumentó mi admiración hacia él, y despertó un sentimiento que no sé cómo llamar incluso hoy; era una sensación de empatía, pero también de solidaridad, como si me sintiera victima de los procesos de la existencia que Sartre describía, como si un día al despertarme también yo me hubiese preguntado “¿y para qué moverme?” pero no en el modo ridículo y vulgar del que puede hablar un libro de autoayuda, sino en el modo trascendente del que se pregunta cuál es el sentido de la existencia, en tanto que existencia no en tanto que vida, y entiende al mismo tiempo que no hay otra opción diferente a existir.

Leí entonces un pequeño ensayo titulado “El existencialismo es un humanismo” y eso bastó para confirmar mi lealtad hacia Sartre, afianzar mi vínculo a su angustia profunda; en él, el Filósofo pretendía básicamente desligar su pensamiento de quienes lo unían al pesimismo y las ideas oscuras. Sartre defiende sus tesis repitiendo una y otra vez que el punto que él toca no es fácil de ser entendido.

En un párrafo de la Nausea, el autodidacta le dice a Antoine Roquentin, “He leído hace algunos años un libro de un autor americano, se llamaba ¿Vale la pena vivir la vida, ¿no es ésa la cuestión que usted plantea?.” Y el interrogado se contesta a si mismo “Evidentemente no, no es la cuestión que yo planteo, pero no quiero explicar nada.”


Por eso me gusta tanto “la Nausea”, porque es un manual de filosofía existencialista, pero también es una autobiografía velada que me acerca a la vida de su autor; porque en la dura y compleja personalidad de Anny está Simone de Beauvoir y todos los problemas de su particular relación con Sartre, porque al autodidacta lo mueve el espíritu de la ingenuidad humana, el alma de rebaño, y porque Antoine Roquentin, el narrador que describe todo en primera persona, que se concentra en sus intensos e íntimos procesos sicológicos representa, ¿será preciso decirlo?, al propio Sartre lleno de dudas profundas, oscilante entre la desesperación y la apatía.

Era ese Antoine Roquentin el que cuando estaba a punto de suicidarse descubrió la inutilidad de su acción porque nada podía hurtarlo de la existencia y supo entonces que el verdadero sentido de las cosas y los seres era estar de más: “De más el castaño allá frente a mí, un poco a la izquierda, de más la véleda. Y yo, flojo, lánguido, obsceno, dirigiendo, removiendo melancólicos pensamientos, también yo estaba de más (…) de más mi cadáver, mi sangre en esos guijarros, entre esas plantas, en el fondo de ese jardín sonriente. Y la carne carcomida hubiera estado de más en la tierra que la recibiese (…) yo estaba de más para toda la eternidad”.

Hoy supe que el nombre original que Sartre le puso a su libro era “Melancolía”, pero la editorial Gallimard lo cambió para el lanzamiento comercial. Quizá fue ese el dato que me hizo sentir aún más cercano a él. “Melancolía”…solo eso, ahora lo entiendo bien, quizá fue lo que sintió mientras escribía el libro; quizá escribía para deshacerse de ella mientras escuchaba esa canción que obsesionaba a Antoine Roquentin… “Hay que ser como yo, hay que padecer con ritmo”. Yo voy a creer que en una de las páginas de aquél libro, en vez de “nausea”, Sartre escribió “La melancolía no me ha abandonado (…) pero ya no la soporto, ya no es una enfermedad ni un acceso pasajero: soy Yo”