Suiza, Octubre de 2005
Ginebra
Durante días había tratado inútilmente de encontrar una palabra, un adjetivo, una sensación que describiera a Ginebra. Me sentía impotente y algo molesto conmigo porque ni siquiera en la intimidad de mis pensamientos podía hallar una expresión clara que resumiera la impresión que esa Ciudad me producía.
Si alguien me hubiese llegado a hacer la simple y básica pregunta que sucede a todos los viajes, si me hubiesen preguntado “¿cómo es Ginebra?” mi respuesta se habría perdido en alguna oscura frontera entre lo intransmisible y lo indescifrable, y yo no habría podido abrir la boca, abrumado por la misma duda; ¿cómo es Ginebra?.
Ginebra es una ciudad antigua en la que la generalidad del entorno y el mismo aspecto de sus calles, le da la apariencia de pertenecer a los años cincuenta o quizá a los treinta, a cualquier época en todo caso, excepto al presente; flota en el ambiente, quizá por ello, una agradable sensación de tranquilidad, de tiempo que pasa lentamente, y también de ciudad impersonal.
Tiene, desde luego, sus lugares representativos. La avenida de las Naciones por ejemplo, flanqueada a uno y otro lado por sedes de Instituciones mundiales, representa muy bien el espíritu diplomático que identifica a la Ciudad; porque sin duda Ginebra es un lugar enteramente internacional que parece pertenecer, no a Suiza, sino a las Organizaciones Internacionales y en particular a las Naciones Unidas. Un territorio neutral dentro de un país neutral.
El centro histórico de la Ciudad, en el que cada piedra en el piso parece tener grabada un pedazo de historia, crea curiosidad acerca de esa historia medieval en la que el caos reinaba y había tantos hechos sacudiendo sin cesar y al mismo tiempo a ese tranquilo rincón del mundo. También están esos sitios simbólicos, sin ningún atractivo particular aparte del de crear la imagen de una ciudad, como el parque de los reformadores, la fuente de agua permanente en el lago de Ginebra, y otros rincones más en los que no hice sino preguntarme, ¿en dónde está la gente?. Porque recorrí una y otra vez las mismas calles en diferentes horas del día sin que el hecho de caminar por la ciudad más internacional de Suiza, me sorprendiera más que el hecho de no ver personas en las calles.
Al final, me marché de la ciudad sin tener claro qué pensaba de ella; pero mi confusión acabó en Montreaux durante una conversación casual con otro turista que también había estado en Ginebra algunos días antes. De alguna manera creí que aquélla coincidencia podía ayudarme y antes de que la conversación evolucionara hacia otro tema, antes de que quizá me hiciera la difícil pregunta a la que no sabía responder, me anticipé y le dije “Ginebra es una ciudad particular, no encuentro una sola razón para que no me guste, sin embargo …” y antes de que terminara aquélla frase, que yo sabía difícil de terminar, me interrumpió y dijo “si, es cierto, es una ciudad sin Charm”; y ahí está: sin charm. Me desespera no ser capaz de expresar por mi mismo mis percepciones y tener que recurrir a otro que lo haga mejor, pero es esa sensación, la etérea idea de la falta encanto la que describe, en mi opinión, a Ginebra.