1,2,3…el día aguarda lleno de pequeños actos encadenados el uno al otro que se suceden como una serie numérica. Abro los ojos y pienso “Hay que bañarse” y me anticipo a ello aun antes de hacerlo; deliberadamente ignoro la idea de que detrás de ese acto inicial me espera una cantidad infinita de ritos: hay que comer, hay que caminar, volver a comer. Verbos superfluos pero ineludibles; se apoderan con su presencia de cada hora, igual que las raíces de los árboles que invaden toda la casa ante el descuido del que vive en ella y cuando se hacen visibles ya es demasiado tarde para acabar con ellas. La sola noción de lo que me espera es demasiado para mi, no podría abarcarla en un solo segundo, no podría anticiparme de una vez a todo el día.
Me arrojo sobre la cama, cierro los ojos y permanezco quieto. No tengo sueño, no estoy cansado; es solo un intenso acto de fe. Evito moverme; no quiero enfrentar a esa multitud de hábitos que me llaman, No quiero mover ni un dedo para no precipitar los acontecimientos que me esperan, porque conozco de memoria lo que ocurrirá después: el movimiento provoca una lista de hechos repetidos infinitamente. Aguardando en silencio están los hábitos; incansables y tenaces no renuncian nunca; “Los hábitos no mueren”, dijo Sartre. Los hábitos me esperan. Por eso cierro los ojos y vivo el día tal como será, y luego, cuando el movimiento se hace inevitable cierro mi mente y repito todo lo que ya he hecho, y represento de nuevo lo que ya he sido.
El hábito es una trampa; se cae en el tan imperceptiblemente que hay que estar alerta para poder escapar no para evitarlo, porque es como un punto de partida, es como el estado natural de la vida. Son las once, hay que dormir; me acuesto de nuevo pero no espero descansar gran cosa porque yo cuando cierro los ojos, al igual que un personaje de Doris Lessing, mentalmente ya estoy viviendo la siguiente jornada.
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